Por mi gran culpa…
Anabella Giracca /
Estado laico (que eso no se confunda).
Los árboles alcanzan su plenitud pintando el aire tibio con lágrimas lila. Temporada entrelazada con un juego de emociones que transportan nuestras huellas. Los cinco sentidos se avivan con paisajes, bacalaos, inciensos, bandas y mucho sol. Y uno sexto que come de recuerdos. Aunque haya quienes, acertadamente, renieguen argumentando que este es un Estado laico y que la fe católica no tiene porqué tomar las calles de la cultura guatemalteca. La verdad es que cuando las pupilas se tiñen de púrpura chinto, las tradiciones se posesionan junto con el olor anticuado de un pasado no resuelto. La punta de la lengua en el agujero de un mango de pashte. Las resinas que pican la vista y perforan el olfato hasta el ahogo. Cuando eso ocurre, se postergan argumentos.
¿Cuál es el límite entre tradición y religión? Mientras lo dilucidamos, las ferias no se dan abasto. Las leyendas invaden imaginarios (El Milagro de la Jacaranda). Helados y choco bananos. Jocotes en miel flotan boca arriba sobreviviendo en grandes ollas de peltre. Bollitos, coco en dulce, tortas con ajonjolí y chocolate caliente. “Por mi gran culpa”.
Neblina de súplica y redención. Azotes de bombas procesionales. Ventas de pelotas (de tripa), trompos, pirulís, dulces de miel y panitos miniatura. Pasión, muerte y resurrección. Matilisguates, nubes rosadas bordeando orillas de carreteras (derruidas), esperan pacientes el paso del Nazareno; sediciosas vainas de corozo con su olor a rancio, siempre añejo, haciendo arcos para recibir el indulto. Cofrades y cucuruchos. Concupiscencia y pecado. Mujeres enlutando su rostro inmune con mantillas caladas. Pan ázimo, vino, corona de espinas, látigo, clavos, lanza y la caña con vinagre. Cruz. Todo listo para arriesgarse a la indulgencia. Capirotes, estandartes, horquillas, andas y cargadores. Penitencia. Milagros denegados.
La arena, negra. El agua de río. El lago tibio. La gruta oscura. Pueblos en fiesta, aunque no crean. El anda zarandeando húmedo aserrín teñido. Arrasando con frutas y requiebros.
Los conciertos ambulantes de marchas fúnebres filtran los oídos con tristeza. Dan ganas de llorar. Porque suenan a niñez, a abuelas, a la muleta que sostiene nuestra endeble identidad.
Sí, un Estado laico (que eso no se confunda), pero con recuerdos, con las escasas tradiciones barrocas que nos revuelven el amor por esta historia compartida. Heredadas, impuestas, fusionadas, pero, al fin y al cabo, nuestras. Se puede creer o no, pero aferrarse un poco a la “costumbre” resulta ser una opción en estos días.
Columna de opinión tomada de El periódico
Ver texto original: https://elperiodico.com.gt/opinion/2018/03/28/por-mi-gran-culpa/